El quiebre no empezó en las calles, sino en el corazón mismo del poder. Algo se rompió cuando el gobierno decidió que el descontento ciudadano no podía ser auténtico, que cualquier inconformidad debía ser obra de enemigos invisibles. En ese instante, el gobierno dejó de ver personas y empezó a ver amenazas. Y cuando un gobierno deja de reconocer a su propia gente, inevitablemente comienza a lastimarla.
La atmósfera ya estaba cargada. La ciudadanía llevaba días escuchando cómo se desestimaba su voz, cómo se burlaban de su molestia, cómo se cuestionaba incluso su derecho a protestar. No es poca cosa para un país que carga con tantas heridas. El mensaje oficial fue claro: no creemos en ustedes. Esa arrogancia selló el destino de lo que vendría.
Cuando la gente decidió actuar por sí misma, el poder quedó desnudo. De pronto ya no eran “grupos manipulados”, ni “minorías ruidosas”. Eran personas reales, con cansancio real y con motivos reales. Y ahí fue donde al gobierno le tembló el pulso. No porque la marcha fuera peligrosa, sino porque era innegable. Porque la realidad se plantó frente a ellos sin pedir permiso.
La respuesta fue la de un poder que ha perdido sensibilidad: desgaste, desprecio, mentiras, etiquetas, insultos… y cuando nada de eso funcionó, recurrieron a lo único que les quedaba: la fuerza. La represión no apareció como accidente; apareció como reflejo. Como un acto visceral de un gobierno que ya no sabe qué hacer con la gente que se atreve a contradecirlo.
Aquí es donde la lectura de Riva Palacio se vuelve inevitable. No estamos frente a un simple error táctico, sino ante una falla emocional del poder: la incapacidad de aceptar que el disenso también es una forma de amor al país. En lugar de escucharlo, lo trataron como una agresión. Intentaron convertir un mensaje ciudadano en una amenaza política. Y en esa deformación perdieron toda brújula.
La violencia —los golpes, los empujones, los infiltrados diseñados para ensuciar lo que la gente intentaba expresar— destruyó cualquier intento de justificar lo que pasó. Cada video que circuló, cada rostro lastimado, cada persona gritando que no había hecho nada, fue un recordatorio brutal: el gobierno se estaba defendiendo de su propio pueblo.
Después vino el discurso defensivo, ese que ya suena cansado, vacío, automático. Las mismas palabras recicladas, las mismas acusaciones sin sustento, las mismas historias de conspiraciones imaginarias. Nada de eso logra tapar la verdad más dolorosa: la ciudadanía dejó de creerles. Y cuando la gente deja de creer, la distancia emocional se vuelve abismo.
Esto no es una pelea entre bandos políticos. Es una fractura entre un gobierno y la sociedad que debería sostenerlo. Es el desgaste que se acumula cuando quienes están arriba solo escuchan su propio eco. Es la frustración de un país que siente que sus gobernantes viven en un mundo paralelo, impermeable al dolor que ellos mismos provocan.
La pérdida de legitimidad no llega como un trueno. Llega como una lluvia lenta, insistente, que se filtra por todas partes. Se cuela en las conversaciones familiares, en el transporte, en la calle, en los silencios incómodos. Y cada vez que el gobierno decide responder con fuerza en lugar de comprensión, esa lluvia se vuelve más fuerte.
Lo que vivimos no fue solo un choque. Fue un recordatorio: la relación entre el poder y la gente está desgastada, y ese desgaste ya no se puede ocultar con conferencias o excusas. Cuando un gobierno deja de mirar a la ciudadanía, la ciudadanía deja de sentirlo suyo. Y lo que se rompe ahí no se repara con discursos; se repara con humildad, con escucha, con humanidad.
El gobierno está perdiendo esta batalla porque dejó de sentir a la gente. Y cuando un gobierno deja de sentir, deja de gobernar. Lo demás es pura administración del miedo.

