El asesinato de Carlos Manzo y el derrumbe moral del Estado mexicano

El asesinato de Carlos Manzo y el derrumbe moral del Estado mexicano

Por años, los gobiernos prometieron paz mientras negociaban la resignación.
El asesinato de Carlos Manzo, alcalde de Uruapan, no solo evidencia el fracaso de una estrategia: es la prueba de que México se ha rendido.

Carlos Manzo no cayó por ingenuo ni por temerario; cayó porque en este país levantar la voz contra el crimen es un acto suicida. Desde el inicio de su mandato, denunció lo que todos sabían y nadie en el poder quería admitir: Michoacán estaba secuestrado. Los cárteles mandan, las instituciones obedecen y el gobierno federal observa, repitiendo el eslogan vacío de los “abrazos”.

“Para los delincuentes debe haber chingadazos”, decía Manzo, y esa frase le costó la vida.
Mientras pedía armas y refuerzos, la presidenta Claudia Sheinbaum insistía en que la fuerza solo genera más violencia. Los resultados saltan a la vista: un alcalde acribillado en el Zócalo de su ciudad, en plena celebración de Día de Muertos, frente a cientos de personas y bajo custodia de la Guardia Nacional.

Promesas huecas, país roto

El gobierno federal salió a declarar lo de siempre: “no habrá impunidad”.
Pero ya nadie les cree. Porque la impunidad no se combate con conferencias de prensa, sino con decisiones firmes. Manzo pidió protección, denunció amenazas, expuso campos de entrenamiento del narcotráfico en la meseta purépecha, alertó sobre extranjeros adiestrándose con armas de guerra.
¿Qué hizo el Estado? Nada que sirviera para mantenerlo con vida.

La ironía es que Manzo fue asesinado no por desafiar al crimen, sino por evidenciar la mentira de un gobierno que dice tener el control. Su muerte es una bofetada a la narrativa del “humanismo mexicano”, que en la práctica ha dejado a pueblos enteros sometidos por la violencia y la corrupción.

La sombra de Sheinbaum

Sheinbaum condenó el crimen, habló de justicia y prometió resultados.
Pero las palabras pesan menos cuando se pronuncian sobre los cuerpos de quienes advirtieron que el Estado estaba perdiendo la guerra.
La presidenta intenta gobernar con discursos morales mientras los criminales gobiernan con balas. Y en esa contradicción se ahoga la esperanza de millones.

En Michoacán, la violencia no se mide por estadísticas, sino por funerales.
Y cada muerte de un alcalde, de un periodista, de un ciudadano valiente, es una lápida más sobre la tumba de la credibilidad del gobierno.

Un país sin redención

La prensa internacional lo entendió mejor que las autoridades mexicanas.
BBC, The New York Times y CNN destacaron que Manzo había suplicado ayuda. Pero en Palacio Nacional y en el nuevo régimen, las súplicas no bastan.
El mensaje es claro: quien desafíe al crimen está solo.
Y en ese abandono, la nación se desangra, día tras día, entre comunicados oficiales y velas encendidas en las plazas.

Carlos Manzo se atrevió a hacer lo que el gobierno no: enfrentar al enemigo.
Y el Estado —ese que debería protegerlo— le dio la espalda hasta el final.
En México, la línea entre héroe y víctima ya no existe: solo queda el silencio de los que aún se atreven a hablar, sabiendo que pronto podrían caer también.

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