Jesús Ramírez Cuevas: El arquitecto de la mentira

Jesús Ramírez Cuevas: El arquitecto de la mentira

En la historia reciente de México, pocos personajes han encarnado con tanta eficacia el papel de censor moderno como Jesús Ramírez Cuevas. Mientras otros miembros del régimen obradorista brillaban frente a las cámaras, él tejía, desde las sombras, el entramado de manipulación, control informativo y persecución ideológica que hoy asfixia al periodismo independiente en el país. Ramírez no fue solo el vocero presidencial: fue el arquitecto de un sistema de propaganda digno de manuales autoritarios, el rostro invisible pero omnipresente de una cruzada contra la verdad.

Su ascenso comenzó como el de muchos en la autodenominada “Cuarta Transformación”: vendiendo una narrativa de justicia, mientras instauraban una maquinaria de linchamiento mediático. Bajo su batuta, el aparato de Comunicación Social se convirtió en un ministerio de la mentira. Su método era claro: premiar la docilidad, castigar la crítica, adoctrinar a las masas. No se trataba de informar, sino de imponer un relato binario y maniqueo en el que sólo cabían dos bandos: el pueblo (el suyo) y los enemigos (todos los demás).

Detrás de cada “mañanera” se escondía su pluma. Detrás de cada discurso de odio, su estrategia. Detrás de cada campaña de difamación contra periodistas, su venia. Utilizó recursos públicos no para fortalecer la transparencia, sino para financiar bocas obedientes, portales afines, y campañas de acoso digital. Se convirtió en una especie de inquisidor del siglo XXI, coordinando listas negras de periodistas, promoviendo el espionaje a comunicadores incómodos y vigilando, como si fueran criminales, a quienes se atrevían a cuestionar al caudillo.

No hay exageración posible al decir que Ramírez Cuevas convirtió el ejercicio de la prensa libre en una actividad de alto riesgo. Periodistas desplazados, censurados, agredidos o espiados bajo su gestión. Fue él quien avaló y operó –con cinismo y crueldad– el uso del poder del Estado para desarticular toda crítica legítima. En su mundo, el periodismo no debía fiscalizar al poder, sino servirle de porrista. Y para lograrlo, no dudó en usar al Centro Nacional de Inteligencia, el Ejército, Pegasus, y toda herramienta de vigilancia que le garantizara control total.

Su influencia alcanzó incluso a los altos mandos militares. Ningún comunicado de la Defensa Nacional se emitía sin su aprobación. Ninguna narrativa, por absurda que fuera, se descartaba si servía para proteger la imagen presidencial. Su séquito de youtuberos –creados y alimentados desde Palacio Nacional– no eran solo peones útiles, sino soldados en una guerra declarada contra el pensamiento crítico.

Cuando terminó el sexenio, muchos creyeron que su ciclo de poder había concluido. Incluso fue exiliado a una oficina irrelevante con una secretaria como único personal. Pero la inexperiencia del nuevo equipo de comunicación de Claudia Sheinbaum lo resucitó. Volvió el censor, volvió el inquisidor, volvió el titiritero. Porque cuando un gobierno no tiene verdad que defender, necesita volver a la mentira. Y nadie en este país miente con tanto método y descaro como Jesús Ramírez Cuevas.

Hoy, la presidenta habla de reconciliación, diálogo y respeto a la libertad de expresión. Pero mantiene intacto el aparato de control mediático que heredó. En lugar de desmontarlo, lo administra. El Ramírez Cuevas de la segunda temporada sigue operando, más discreto pero igual de venenoso. Porque no se puede construir democracia sobre las ruinas de la prensa libre. Y mientras este personaje conserve poder, lo único que estará garantizado será la continuidad del engaño.

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