La última sesión de la Suprema Corte de Justicia de la Nación parecía una ceremonia solemne, un cierre de ciclo histórico. Norma Piña habló de democracia, legado y justicia; el pleno la ovacionó con fuerza. Margarita Ríos Farjat se llevó un “¡te queremos, Ríos!”; Javier Laynez arrancó gritos de “¡Laynez, Laynez!”. Todos tuvieron su momento. Todos, menos una.
El telón cayó en la Suprema Corte. Norma Piña levantó la última sesión del pleno actual con un discurso solemne sobre democracia, historia y justicia. Fue despedida con aplausos fuertes, de esos que se sienten más homenaje que protocolo. Javier Laynez, Margarita Ríos Farjat y Jorge Mario Pardo Rebolledo tampoco se quedaron atrás: ovaciones, porras, gritos de cariño. “¡Laynez, Laynez!”, “¡Te queremos, Ríos!”. Un cierre digno para quienes dejan huella.
Pero entre ese mar de aplausos, hubo un silencio que retumbó más que todos los vítores juntos: el que acompañó a Lenia Batres.
Sí, la misma que se autoproclama “la ministra del pueblo”, la que llegó a la Corte vendiéndose como adalid de las causas populares, caminó sola, sin porra ni palmada. Ni un miserable “¡ánimo, Lenia!”. Nada. Solo el desprecio disfrazado de mutismo.
Mientras sus colegas recibían el calor de los trabajadores judiciales, ella atravesó la sala como fantasma incómodo. El pueblo que dice representar no se apareció. Y los presentes —que sí estaban— prefirieron dejarla en el vacío, como si la peste se sentara en la silla vacía a su lado.
El contraste fue demoledor: por un lado, ministros celebrados como estrellas de rock; por el otro, Batres exhibida como la rechazada oficial, la ministra apestada. Y para rematar, ni siquiera aplaudió el discurso de Norma Piña, como si esa pose de rebeldía le diera algún tipo de dignidad frente al repudio general.
La Corte cierra un ciclo con recuerdos de respeto y trabajo judicial. Lenia, en cambio, cierra el suyo con la marca más dolorosa para cualquiera que vive de discursos populares: descubrir que, en el fondo, no la quiere ni su propio público.
La “ministra del pueblo” terminó sin pueblo. Y en política, no hay epitafio más cruel que ese.